Mario Ahumada tiene 79 años vividos con intensidad, en los que le ha pasado de todo, por lo que ya nada lo sorprende. La mayoría de ellos los pasó en la capital de San Luis, en la zona oeste, en una barriada humilde como la del San Martín. Allí tenía un almacén como tantos otros que pululan por las zonas menos favorecidas: unas pocas estanterías, la variedad mínima para abastecer a los vecinos y muchas horas detrás del mostrador para parar la olla.
Esto fue hasta el año 2001, cuando la situación del país ya había entrado en un estado de descomposición social que terminó con el caos de diciembre, la renuncia de Fernando De la Rúa, su huida en un helicóptero desde la terraza de la Casa Rosada, los cinco presidentes en una semana y una veintena de muertos tras la represión que ordenó el gobierno de la Alianza antes de dejar el poder.
Mario Ahumada y su hijo Nicolás, quien ya está preparado para hacerse cargo de todo.
Tiene 15 vacas para servir en el campo
Si bien San Luis nunca vivió esos picos de violencia, la obsesión de dejar la ciudad e irse a vivir al campo siempre dio vueltas por la cabeza del hombre, que por entonces tenía dos hijos chicos a los que soñaba creciendo en un ambiente más tranquilo. “No sabía nada de campo, pero creía que podía aprender y así cumplir mi deseo”, recuerda ahora, achinando los ojos porque son recuerdos que están bien atrás en su memoria, ya que pasó demasiado tiempo. Tanto que tiene una nueva vida, no menos sacrificada, pero sí mucho más tranquila que aquella de los días del almacén en el barrio San Martín.
Ahora los Ahumada viven en el campo, como siempre lo soñó Mario. Una tierra que compró con plata que le había quedado dentro del famoso “corralito” con el que los bancos se apoderaron de los ahorros de muchos argentinos que habían confiado en su solvencia. Allí pasa largas jornadas de trabajo acompañado por su esposa Elsa, y a la hora de decidir cómo manejar esa pequeña explotación a la que decidió llamar “La Marita” tiene la ayuda indispensable de uno de sus hijos, Nicolás, que le fue tomando el gustito a las tareas rurales y hoy es el apoyo clave para salir adelante.
Su otro hijo, Maximiliano, prefirió estudiar, recibirse de kinesiólogo y quedarse en la ciudad.
“Cada uno tuvo libertad para elegir, yo estoy orgulloso de mis hijos, tanto del que viene al campo a trabajar conmigo como del que está en San Luis, son dos pibes bárbaros”, elogia el productor, que se fue haciendo a los golpes, a prueba y error, porque del campo solo sabía que los pisos son de tierra y las jornadas, de sol a sol.
No eligió una zona fácil para irse a vivir. Mario tiene su campito de 130 hectáreas en el paraje Macho Muerto, en la aridez del Departamento Belgrano, donde no hay energía eléctrica, solo paneles solares puestos por el gobierno provincial. Está sobre la ruta que une San Jerónimo, en la 147, con Villa General Roca, en la 146. Por allí corre la provincial 15, con buen asfalto, pastos algo largos en la banquina y unas cuantas tranqueras desperdigadas que indican que hay varias explotaciones de origen familiar, pequeñas, tan esforzadas como la de los Ahumada.
La entrada está ahí nomás de la ruta, a la que hay que abandonar por la banquina derecha cuando uno enfila hacia Villa General Roca, aunque el campo atraviesa la calzada y sigue en la banda opuesta. En Macho Muerto es imposible hacer agricultura, porque el régimen de lluvias con suerte llega a los 250 milímetros anuales, el suelo es arenoso y la que manda es la vegetación autóctona, muchos espinillos, breas y chañares, plantas achaparradas y un calor del infierno en verano. No siempre tienen la suerte de que esos 250 milímetros cayeran todos juntos, como pasó en enero de este año. “Eso fue una bendición”, califica Mario.
El aporte genético, un padrillo, dos madres y un toro
Un padrillo y dos madres recibió Mario Ahumada de parte del Ministerio de Producción para mejorar el resultado final en cerdos.
También se ven varias cabezas Hereford pastando con mucha paz lo poco que da la naturaleza. “Son varios los que se dedican a la cría de cerdos y gallinas para complementar un ingreso de por sí escaso, con números muy finitos y costos por las nubes, sobre todo porque hay que contemplar la alimentación con grano comprado”. Mario es uno de ellos, aunque fue agregando estas actividades en el último año, cuando se dio cuenta que la ganadería vacuna por sí sola no alcanzaba para sostener el andamiaje familiar, a pesar de que sus hijos ya se independizaron hace rato. “Tengo un toro y unas 15 vacas, pero en 2019 me largué con la cría de cerdos, y ahora con la ayuda del Ministerio de Producción espero lograr un crecimiento rápido”, le cuenta a la revista El Campo.
La ayuda consistió en la entrega de parte del Subprograma Producción y Genética Animal, que conduce Juan Manuel Celi Preti, de un padrillo y dos cachorras híbridas imponentes de las razas Yorkshire y Landrace para mejorar la producción de lechones. Este aporte muy importante, que mantiene en un corral separado del resto de la piara para que se vayan adaptando a la nueva geografía, muy distinta a la que vivieron en los corrales del módulo genético de Sol Puntano, se suma a las ocho madres que ya retozan por otros espacios armados con troncos y chapas, que justo en esta época están teniendo cría.
Por eso algunas se mantienen echadas, con la panza a punto de explotar y sin ganas de nada, sufriendo sin dudas el calor del verano puntano, que apretó fuerte durante enero y dio un poco de resuello en los últimos días. Otras ya tienen los lechoncitos alrededor, ansiosos por prenderse de las ubres y comenzar a averiguar de qué se trata esto de la vida en el campo.
Esos lechones, una vez crecidos y con el peso suficiente, los vende en la puerta del campo a clientes ocasionales o su hijo Nicolás los lleva a San Luis. Él trabaja como vigilador en una fábrica de pañales de la ruta 147, por lo que tiene muchos contactos, siempre ávidos por innovar con el menú del fin de semana. “No es fácil producir en estas condiciones, el maíz está caro y no tenemos camioneta. Yo tengo un Gol que todavía estoy pagando, así que no puedo comprar a granel, porque no me caben las bolsas en el baúl, voy trayendo de a poco, aprovechando ofertas en la ciudad”, cuenta el joven, que agradece que al menos pudieron hacerse de una picadora de maíz y armar un galpón donde guardar la comida de los animales.
María Teresa es la única de raza Holando, la criaron desde que nació.
Detrás de los desvencijados corrales de los cerdos hay una pila de ladrillos y ladrillones. “Son para las parideras nuevas, vamos a reemplazar las tarimas de madera”, anuncia Mario, feliz de poder agregar infraestructura aún en estos tiempos de crisis económica. El agua es otro tema complicado, y tratan de juntarla de todas las maneras cuando llueve. Tienen una represita en el fondo del campo y una pileta con capacidad para almacenar 20 mil litros. “Si no cae del cielo, tenemos que traerla en camiones cisterna, que nos representan un gasto importante”, cuenta Ahumada padre.
Cuando el cronista llega a la entrada de la casita de los Ahumada, el hombre está llenando unos baldes con granos de maíz. Llama la atención en el camino de tierra ver una vaca Holando, ya que se trata de un ejemplar más común en un tambo, pero el dueño de casa, con una sonrisa, brinda la explicación: “Es María Teresa, nuestra mascota. La madre murió cuando recién había nacido, así que yo le daba leche con una mamadera al costado de mi cama. Es una hija más”.
María Teresa, que no tiene obligaciones de ningún tipo en su vida, arranca unos yuyos ajena a todo, mientras el único toro del rodeo busca el reparo de un algarrobo para escaparle al sol y otras dos vacas van y vienen desde la tranquera hasta la casa. Todos parecen mascotas más que animales de trabajo, pero así se trabaja en “La Marita”, con acento en el bienestar animal. “Tengo poquitos, si encima no los trato bien, no voy a producir nada”, reconoce el dueño del campo mientras avisa que se va a cambiar el short que tiene como única vestimenta. Y cumple, porque a los pocos minutos sale de nuevo de la casa con una camisa, un pantalón largo y un peinado a tono para las fotos. Siempre con una sonrisa que no lo va a abandonar en toda la jornada.
Primero visitamos los corrales porcinos y aprovecha para contar que el calor le mató un padrillo porque le falta lugar para proteger a todos los animales. Y además, porque fue aprendiendo sobre la marcha, “con los consejos de los vecinos que llevaban más años en la zona”, agrega Mario, quien no maneja internet, pero sí lo hace Nicolás, que aprovecha para sacar algunos tutoriales que agreguen conocimientos a la familia, y además aprendió bastante de un librito del INTA que guarda como un tesoro.
“En diciembre estuvimos en una charla que dio un especialista avícola en Portezuelo, estuvo muy buena”, dice el hijo, con un reconocimiento al esfuerzo que hace el Ministerio de Producción para ayudar a salir adelante a los pequeños criadores como ellos. Mientras tanto, ya dejamos atrás los cerdos y estamos justamente en el gallinero, que luce un alambre tejido en buenas condiciones para contener a las 130 ponedoras que compraron en una forrajera de San Luis y los 150 pollitos que meten bastante ruido.
El espacio también tiene nuevas luces para incentivar el engorde y ya consiguen un centenar de huevos por día, que venden puerta a puerta y en algunos comercios de San Jerónimo y la capital puntana. Teniendo en cuenta que arrancaron con la parte avícola en abril del año pasado, están conformes con el crecimiento y apuntan a más, aunque no criarán pollos parrilleros, al menos no por ahora, solo seguirán con las ponedoras porque tienen claro que el que mucho abarca, poco aprieta. Y ellos no tienen un gran respaldo si las cosas no salen como las planean. Porque ya tuvieron algunos tropiezos. “Los pumas me mataron 50 cabras, así que esa producción la tuve que abandonar.
Y chanchos es la segunda vez que tenemos, porque años atrás no teníamos dónde venderlos”, asegura Mario, que también intentó con las abejas, pero la sequía casi permanente de la zona lo dejó sin flores y en consecuencia no pudo mantener las cuatro colmenas con las que dio inicio al sueño trunco de ser productor apícola.
Pero nada le hará bajar los brazos, menos ahora que logró consolidar el sueño de vivir en el campo, lejos de los malvivientes que lo pusieron en jaque, pero que jamás lograron borrarle esa sonrisa de hombre bonachón.
Por Marcelo Dettoni – Publicado en El Diario de la república de San Luis