Dicen que el dicho “a todo chancho le llega su San Martín”, se originó en España, donde era tradición que las familias compraran dos o tres cerdos y el 11 de noviembre, día del santo, los mataban y hacían jamones y embutidos. Tal vez de ahí viene la tradición, no está confirmado, pero en las chacras de la zona julio y agosto son meses de carneadas.
Hace 50 años, en una chacra de Villa Regina, una pareja de inmigrantes croatas miraba los cuatro chanchos que en pocos días iban a carnear. Él, era de Dalmacia y ella de Trieste, Eslovenia. Después de una estadía en Buenos Aires, habían llegado al valle y como cada julio, esperaban a los vecinos de las chacras cercanas para comenzar a hacer el trabajo.
Hoy su hijo Victorio Budimir lo recuerda: “Venían y ayudaban y después íbamos nosotros. Todos los chacareros carneaban. Ahora se hace familiar”, dice mientras afila un cuchillo.
Los padres de Cristina Hernández por la misma época hacían lo mismo. Él era español y su madre, hija de españoles. “Cuando yo era chica era trabajar a pleno tres días. Se tocaba un poco de música pero era sacrificado y una vez que terminabas tenías que ir a ayudar al vecino”, dice Cristina y recuerda a los que carneaban por esa época: “los García, los Vaca, los Martínez, los Galera, los López”, dice y afirma que seguro que se olvida de tantos otros.
En esa reunión de vecinos, la carneada comenzaba temprano, con mucha gente. Se prendía fuego y se ponían unas ollas tiznadas y gigantes llenas de agua sobre las llamas. Los hombres se preparaban para matar los chanchos y las mujeres buscaban los cuchillos, programaban el almuerzo, los pasteles para la tarde y pelaban cebollas y ajos.
En medio de la helada, todos, hasta los niños tenían que hacer cosas. Dar vuelta las tripas y rasparlas con el lomo del cuchillo era tarea de mujeres y niños, despostar al animal era cosa de hombres. Las cargadas, las risas eran parte primordial del día. Nadie se quedaba quieto, y el que lo hacía recibía como castigo el azote del frío.
Al aire libre, abrigados hasta los dientes, en medio de la helada salían hacia los corrales. La mujer de la casa con la olla en la mano y los dedos rojos escarchados, los hombres con las sogas y los cuchillos. En el corral, el chancho gordo, que venía de pasar buenos meses a maíz, como intuyendo, escapaba.
Luna en cuarto menguante
Victorio y Cristina hoy son un matrimonio con cuatro hijas, Claudia, Daniela, Paola y Betiana y en la chacra que heredaron de sus padres se dirigen al chiquero en el que la chancha blanca trata de escapar. Hace fuerza, tironea, pero Victorio es fuerte. Cuando la agarran acercan el tractoelevador y la tiran sobre un palet. Le lavan el cuello y la degüellan.
“Hay que matarla con la luna en cuarto menguante, que es 15 días después de la llena. Así la carne no se hecha a perder. Los fiambres comprados tienen conservantes, pero acá ayuda la luna”, dice Victorio mientras tira de las patas del animal muerto.
Cristina con prisa pone la olla de aluminio que tiene en las manos para juntar la sangre. Un bins, como un altar pagano, es el lugar en el que ponen el cuerpo del animal de más de 160 kilos y todos se acercan para comenzar.
Luis Urbano Castro, alias “el Pelado”, vino a ayudar. Carga agua hirviendo de un tambor tiznado y comienza a tirarlo sobre el pelo blanco del animal. Por momentos tironea un poco a ver si se ablandó y cuando está los arranca con las manos.
"Hoy está caro comprar los condimentos, la carne. Muchos eligen comprar hecho, pero el sabor no tiene comparación”, apunta Cristina Hernández
“Yo le doy semitín y maíz. No me gusta comprar el chancho, me gusta criarlo, porque uno lo hace diferente. Es más, el maíz que le doy también lo siembro yo, porque el otro es como plástico. Hacemos solo para la familia, pero muchos te preguntan si vendés, porque buscan comer más sano”, dice Victorio.
Después de dos horas, la chancha impoluta está lista para abrir. Le ponen unos ganchos en las patas traseras y con una roldana la cuelgan de un árbol. Allí la hoja del cuchillo afilado dibuja una línea perfecta que le cruza la panza y comienzan a sacar las vísceras. Separan las tripas, le sacan un pedazo para llevarlo a analizar al veterinario y descartar la triquinosis y la colgada. Mañana será el momento de facturarla.
El día de hacer chorizos
La segunda jornada de carneada es en el quincho de la casa. Es domingo a la mañana y en la cocina a gas, la olla llena de vino, orégano, comino, clavo de olor y 8 cabezas de ajo pelados, hierve desde temprano y perfuma unos cien metros a la redonda. La encargada de prepararlo fue Cristina, que confiesa que en este “los hombres ponen la fuerza, pero la logística de la carneada es de la mujer”.
Victorio y el Pelado traen media res y empiezan a despostar. Como si fuera un rompecabezas que hay que saber desarmar, retiran los jamones, las paletas, las patas para hacer a la vinagreta y cada uno de los pedazos va a lugares diferentes. El Pelado toma unas lonjas de tocino y le separa el cuero para las morcillas.
Victorio abre uno de los dos freezer que hay en el quincho. Está repleto de carne de todos los animales. Elige unos pollos de chacra de 5 kilos y se los da a Claudia que los adoba para el almuerzo. También buscan en la despensa algunas conservas para convidar. Hay zapallitos en escabeche, aceitunas y berenjenas.
“Esto lo traemos de nuestros viejos. Nos inculcaron la comida. Ellos venían de la guerra, de pasar hambre y hacían comida para guardar. Por eso digo siempre, en mi casa no hay lujos, pero comida nunca falta”
Cálculos y embutido
No son los únicos que en la ciudad están de carneada. Cuentan que a unos pocos metros, la familia Angelone es el segundo chacho que está facturando. De todos modos, ellos confiesan que la tradición se perdió mucho. Que los vecinos dejaron de carnear porque, con el precio de la carne y los condimentos, sale más barato comprar el fiambre. “Pero el sabor no es lo mismo”, asegura Cristina.
Ponen a hervir los cueros por un lado y unos huesos grandes bullen en un mechero. Van a la carnicería y compran 14 kilos de carne de vaca para mezclar. Después traen una máquina vieja de picar carne. Es la misma que usaban los papás de Cristina cuando ella era chica, solo que le agregaron un motor y ya no tienen que darle vueltas al asunto.
En un rato todo está picado. Comienza el momento matemático. No hay calculadora, solo números que se tiran al aire y se van afinando. “Sal, orégano, pimienta, nuez moscada”, dice Victorio y pasa lista. Primero pesan la carne y le pasan un paquete de Celusal que desparrama sobre la carne. Cristina muele las pimientas en un molinillo oxidado que vino de Croacia y también se lo alcanza.
Amasan todo y arman la embutidora. Claudia se prepara un Fernet, mientras da vuelta las tripas compradas para enjuagarlas. Las pone en la manguera que sale del tambor de hierro. Victorio le da vuelta la manija y la máquina comienza a vomitar un chorizo. “Listo”, avisa cuando alcanzó el largo deseado y después los ata bien fuerte.
Los jamones los ponen en un cajón de sal, junto con las bondiolas y allí se quedarán por unos 30 días. “Se pone boca abajo, yo le pongo pimienta y un poco de acido bórico en el hueso”, dice Victorio.
La tarde pasa entre mates y trabajo. Cuando comienza a anochecer está a la vista que se necesitan más manos para terminar. Las demás hijas vienen a ayudar.
Son casi las doce y hasta los jabalíes y el puma que espían colgados en las paredes parecen cansados.
En la radio un chamamé suena mientras cuelgan los chorizos en una pieza donde se van a secar. Un poco cansados recuerdan a sus viejos, las carneadas de otros años y calculan cuánto tiempo le quedará a esta tradición.
Una tradición que se pierde
_ En el país, la carneada es una de las costumbres culinarias que los inmigrantes trajeron de Europa.
– La tarea se realiza por esta época del año aprovechando las bajas temperaturas.
– Hace varias décadas, en las proximidades de todas las casas había como mínimo un chiquero.
– Se elaboraban morcillas, chorizos, queso de chancho, panceta, bondiola y jamones.
– Así como no existían los freezers, tampoco se conocía en los campos la triquinosis y otras enfermedades que fueron apareciendo con el tiempo.
– En la actualidad la tradición se está perdiendo y cada vez son menos los que la hacen. Los que la mantienen matan menos cantidad de cerdos.
Por: Lorena Vincenty
Fotos: Néstor Salas
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