Hace poco más de un año, en septiembre de 2020, una campaña que nos llamaba a consumir carne de vacuno bajo el grito de “¡Hazte vaquero!” levantó ampollas entre nutricionistas y grupos ecologistas.
“Si contruibuís al medio sostenible del medio rural eligiendo carne de vacuno europea, sois unos auténticos vaqueros”, decía uno de los anuncios mientras se mostraban unas imágenes de unas vacas pastando plácidamente en un monte.
La campaña, promovida por Provacuno y financiada casi en su totalidad por la Unión Europea, respondía a las dos críticas principales a las que se enfrenta la industria cárnica hoy en día: que nuestro consumo supera los límites saludables y que su producción está asociada a una fuerte huella ecológica.
Los anuncios, tanto audiovisuales como estáticos, recalcaban así las bondades nutricionales de la carne de vacuno y la asociaban con prácticas sostenibles de ganadería extensiva. “Gracias a que la producción de carne de vacuno en España se realiza en pequeñas explotaciones en las zonas rurales y desfavorecidas, la cadena de producción de carne de vacuno española contribuye a mitigar la despoblación de esas áreas”, rezaba uno de los posts en su cuenta de Instagram.
Una imagen que, como suele ocurrir en la publicidad, difiere mucho de la realidad que se vive en la mayoría de las explotaciones cárnicas de España.
Pero comencemos por el principio. ¿Comemos realmente demasiada carne? ¿Nos pierde tanto la pata de jamón? Son preguntas que se han vuelto a poner de moda después de que el ministro de Consumo, Alberto Garzón, llamara, hace unos meses, a moderar el consumo de proteína animal y que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, le respondiera que un chuletón al punto es imbatible.
La ciudadanía, sin embargo, le ha tomado la delantera al ministro. El consumo de carne en España lleva años reduciéndose y ha caído más de un 9% desde los 55 kilos en 2002 a los 49,86 kilos en 2020. Y eso a pesar de que la pandemia rompió esa tendencia y el consumo de carne aumentó en un 10,2% durante el año del confinamiento, superando los 2.300 millones de kilos en total, según datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.
El consumo de carne que más ha descendido es, efectivamente, el de ternera (un 44% entre 2007 y 2018, según Amigos de la Tierra), seguido del de cerdo (un 12% menos), mientras que el de pollo se ha incrementado un 8%. Por ello, ahora nuestra carne favorita es carne fresca –un 72% del total–, especialmente de pollo, con 13,65 kilogramos anuales de carne fresca por persona, seguida de la de cerdo (10,93 kg) y, en tercer lugar, la de vacuno (5,35).
Sin embargo, aunque el consumo de carne procesada también ha caído –un 36% desde 2007–, la media de ingesta sigue siendo similar a la del pollo, con 12,39 kilos por persona y año. La carne congelada es minoritaria, con solo 1,28 kilos, aunque fue la categoría que más creció en 2020 con un 20,4% más.
A pesar de esta bajada, el consumo por persona en España sigue estando por encima de las recomendaciones de salud y se acerca al kilo de carne semanal. Es especialmente alta la ingesta de carne procesada, cuyo consumo está recomendado reducir al máximo por su relación probada con el desarrollo de cánceres de colon.
Dentro de la carne procesada se incluye cualquier tipo de carne que ha sido transformada a través de salazón, fermentación, ahumado u otros procesos, e incluye productos procedentes de cerdo y ternera pero también de carnes blancas.
Sobre la carne roja –ternera, cerdo y cordero, principalmente– estaríamos al límite del máximo recomendado por el Instituto Americano de Investigación por el Cáncer, es decir, una ingesta semanal de entre 350 y 500 gramos como máximo. La Organización Mundial de la Salud recomienda moderar el consumo de carne roja, por su posible relación con el desarrollo de cánceres, aunque no establece límites seguros de ingesta.
Ternera ¿de pasto?
Esta debilidad por la carne puso las raíces de una potente industria que actualmente es la más importante dentro del sector de alimentos y bebidas, con una cifra de negocio de 26.882 millones de euros anuales, según datos de la Asociación Nacional de Industrias de la Carne de España (ANICE).
En términos globales, esto supone el 2,24% del PIB total español y el 22,6% de todo el sector alimentario español.
Pero no ha sido solo nuestra debilidad la que ha propulsado el sector; también la de personas de medio mundo, sobre todo de otros países europeos y del extremo oriente, que están igualmente enganchadas a nuestra carne.
Así, España exportó en 2020 productos cárnicos por valor de más de 9.600 millones de dólares (unos 8.100 millones de euros), principalmente a China, Francia, Portugal, Italia y Japón. La carne más exportada fue la de cerdo, con más de dos millones de toneladas. La mitad fue a China, país del que España es el principal proveedor de porcino desde 2019.
Para dar respuesta al consumo interno y a las crecientes exportaciones, la industria cárnica en España se ha intensificado durante las últimas décadas. En el caso del porcino, el sector “ha experimentado una considerable reestructuración durante los últimos años”, asegura el Ministerio de Agricultura, en la que se ha reducido entre un 10% y un 30% el número de explotaciones más pequeñas y se ha tendido hacia el sistema intensivo de producción.
Así, de las 88.437 explotaciones de porcino que hay en España, solo 14.598 son extensivas (el 16,5%) y 1.240 son mixtas (el 1,4%). El resto, 68.836, son intensivas.
El sector vacuno también difiere mucho de la bucólica estampa de los vaqueros. Así, según el Ministerio de Agricultura, las vacas nodrizas, aquellas que se destinan a la reproducción, sí que suelen gestionarse en modelos extensivos o mixtos, pero las explotaciones de cebo, dirigidas a la producción de carne, son mayoritariamente intensivas con una alimentación a base de piensos compuestos. Perviven, sin embargo, excepciones a este modelo, como la carne ecológica o los modelos de trashumancia, que sí contribuyen al desarrollo rural y a las prácticas ganaderas sostenibles.
Pero son estas granjas intensivas de las que procede la mayor parte de la carne que consumimos en España, sobre todo la que compramos fresca. Así, la legislación obliga a especificar en el etiquetado el lugar de nacimiento, cría, engorde y despiece cuando se trata de carne no procesada, por lo que la mayor parte de los supermercados tienen políticas que dan prioridad a la carne nacional. Lo normal es que solo las carnes premium, como la que procede de Irlanda y Argentina en el caso de la ternera, sean importadas para venderse frescas.
La carne procesada, no solo la de los embutidos, sino también la de lasañas, empanadas o hamburguesas, entre otras, es una historia diferente. Como observamos en una investigación reciente sobre las importaciones de ternera desde Brasil, esa carne se pierde en las cadenas de suministro y es imposible saber dónde terminan exactamente.
Y las cantidades no son triviales. En 2020, importamos más de 100.000 toneladas de ternera, casi la misma cantidad de cerdo, y 16.000 toneladas de pollo. Curiosamente, lo que más importamos es casquería, casi 138.000 toneladas, fundamentales en la industria de embutidos, entre otras. Proceden mayoritariamente de países europeos como Alemania, Polonia o Francia, pero el segundo proveedor es Holanda, un país que a menudo hace de paso intermedio de la carne importada desde otros lugares del mundo a través de su importante puerto de Rotterdam.
Mucho más que jamones
El pasado febrero, poco antes de que el Evergreen bloqueara el canal de Suez, otros dos barcos llamaron la atención de la prensa nacional. El Karim Allah, un barco de bandera libanesa, había salido de Cartagena en diciembre de 2020 con casi 900 terneros a bordo, procedentes de Aragón y con destino Turquía.
Sin embargo, las autoridades turcas vetaron el desembarco temiendo que los animales pudieran tener la enfermedad de la lengua azul. Poco después fue el Elbeik, con 1.800 cabezas de ganado a bordo, el que fue vetado por Turquía y tuvo también que volver.
El conflicto con el Karim Allah y el Elbeik visibilizó uno de los comercios internacionales menos conocidos: el de animales vivos. Porque aunque la etiqueta nos diga que el animal ha sido engordado y sacrificado en España, es muy probable que haya nacido en un país diferente. O al revés.
España es el noveno país del mundo que más animales vivos exporta, si se tiene en cuenta el valor de las exportaciones. Así, en 2019, exportamos más de 27 millones de pollos, dos millones de cerdos, casi un millón y medio de corderos, y 258.000 cabezas de vacuno, con un valor de casi 800 millones de dólares (674 millones de euros), según datos de FAO y Naciones Unidas. En el ranking por tipo de animales, somos el cuarto mayor exportador de cerdos vivos, tras Países Bajos, Dinamarca y Canadá y el quinto de corderos, principalmente con destino al Oriente Medio.
Pero el viaje se da también en el sentido inverso. Importamos casi la misma cantidad de cerdos –1,7 millones de cabezas–, casi el doble de pollos –cerca de 50 millones–, y más del doble de vacuno –734.000 cabezas–. La mayor parte de esas cabezas de ganado proceden de países europeos.
Francia es nuestro principal suministrador de pollos y vacuno, seguido de Portugal. Los cerdos vienen sobre todo de Países Bajos, aunque en segundo y tercer lugar encontramos de nuevo a Francia y Portugal.
Nuestra carne es viajera, ya sea viva o en forma de chuletón, y mucho menos sostenible, en su mayoría, de lo que nos cuentan los anuncios. Solo en 2020, fueron sacrificados 56,4 millones de cerdos. Parece que eso de hacerse vaquero no es tan fácil como nos quieren hacer creer.
Por Laura Villadiego